Libertad en cadena
Cuando se investiga una realidad tan deplorable
como la esclavitud, se corre el riesgo de odiar. Otras veces, víctimas de una
desgracia mayor, llegamos a comprender las causas, y no importa si lo aprobamos
o no; con comprenderlo, hemos aceptado que somos capaces de subyugar a un
congénere, más débil por cierto. Pero, al mismo tiempo, somos complejos y
debemos seguir y seguir escarbando en el cementerio porque, casi sin excepción,
encontramos personas que nos inspiran. Entre 1835 y 1861, Sussan Howard,
latifundista de Carolina del Sur, ayudó a que 37.328 negros comprasen su
libertad.
Su hacienda no destacaba por su extensión ni por la
fertilidad de su tierra. Tenía 80 hectáreas y costaba igual cantidad de sudor
hacerlas producir. Además, de cara a la sociedad, Sussan Howard era propietaria
de 254 esclavos. De puertas adentro, su organización llegó a contar con 37.583
miembros.
Cuando heredó la hacienda, no supo qué hacer con
ella. Howard era una abolicionista de espíritu —con la boca cerrada—. Pidió
consejo. Le recomendaron vender. Con ese dinero podía establecerse cómodamente
en Washington y expresar sus opiniones entre otras mujeres que compartían sus
ideas. Decir lo que uno piensa resulta siempre tentador. No obstante, hizo caso
a sus razonamientos mudos. Conservó sus tierras y sus principios.
No tomó decisiones precipitadas. Había conocido
blancos de todas las calañas y los negros no tenían por qué no ser tan diversos
por dentro. Se dedicó a conocerlos personalmente e investigó sobre la cultura
de las tribus de las que provenían. Una vez que se sintió preparada, vendió a
los que podían poner en peligro el objetivo común. Le produjo un gran pesar,
pero no flaqueó. Esperó un tiempo prudencial antes de despedir a los capataces
y al administrador. Ese mismo día, habló con las tres personas (Boja,
Manarí y Tuncuo) en las que se apoyaría hasta su muerte. Después, convocó al
resto de esclavos y les explicó su plan.
Manarí y otros 10 fueron enviados a Francia. Allí,
dependiendo de sus capacidades y habilidades, estudiaron en la escuela y luego
en la universidad o, directamente, aprendieron un oficio artesanal. Una vez que
empezaban a trabajar, como hombres libres, contribuían con una cuota variable a
la ‘organización’. Manarí enviaba parte de ese dinero a Miss Howard y, con lo
que quedaba, en un comienzo, pagaba los alquileres donde vivían. Cuando
llegaron a ser cientos o miles, lo invertía en comprar viviendas y emprender
negocios.
Para mantener aguda la memoria, cada quien
conservaba sus grilletes en una bolsa de algodón.
Con el dinero que llegaba a Carolina del Sur,
compraban esclavos de otras haciendas. De preferencia, parientes. Éstos
entraban a remplazar el trabajo de aquellos que eran enviados a Francia a
continuar con el ciclo.
Al poco tiempo, Miss Howard instauró una escuela
interna y un taller de oficios. Los maestros eran compañeros que habían
regresado de Francia. De esa manera, la cadena de liberalización se agilizó. Ya
no necesitaban ir a estudiar previamente. Iban preparados para trabajar.
En 1861, al desatarse la guerra de secesión, un
grupo de sureños exaltados que sospechaban de las acciones abolicionistas de
Howard, quemaron su casa y la colgaron. Los 254 negros que la intentaron
defender —entre los que estaban Boja y Tuncuo— murieron con ella.
Respetando los deseos previos de Sussan Howard, sus restos
fueron arrojados al mar en medio de la travesía entre América y Europa. Lo que
ella no imaginó fue el tamaño de su ataúd. Era descomunal. Se hundió con el
peso de los grilletes de todas las personas que había ayudado a liberar.
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