viernes, 29 de marzo de 2013

El gran simulador



Mi amigo me presta un libro que al parecer, única edición, ya no se consigue y me dice: "te lo lees aca, no te lo llevas", y entonces es lo que hago. Se transforma en mi lectura de esos días de no parar en Baires. Robándole horas al sueño, en el colectivo, en las esperas, y así me lo devoro. Les cuento esto porque más abajo copié un capitulo, justo antes de devolverlo como habíamos quedado, que leí más de una vez y que representó bastante bien mi sentir en estos tiempos de cambios personales, crisis, oportunidades, revoluciones sociales y la propia revolución personal. Digo bastante bien y no perfectamente porque no tengo a Natalia quedándose dormida a mi lado enrulando mi pecho. Espero que lo disfruten como yo.
 
El gran simulador

Extracto de un capítulo del libro de Daniel Ares “La curva de la risa” en el que reflexiona sobre lo que había hecho con su vida.

“Me preguntaba cómo había llegado hasta ahí, que había hecho de mi brillante porvenir en el periodismo; de haber seguido, hoy, quizás, sería un elegante y fatuo jefe de redacción, aturdido por un puñado de cronistas novatos y presionado por un editor omnipresente, millonario y vano. Pero ahora, ¿que era? ¿El ciervo de una jauría de adolescentes? ¿Algo más que un mendigo? ¿Un payaso? ¿Apenas un comisionista? O nada de eso y entonces era el caminante que tanto soñaba ser, comiendo hoy aca y mañana en cualquier parte y siempre lo que otros decidieran, lo que El camino tuviese como menú del día, el pan nuestro que me dieran hoy. Por qué no. Podía verlo así: era un caminante, un vagabundo, más o menos alegre y melancólico que andaba por ahí enamorándose en cuanto podía, sin fijarse en gastos, vestido con lo que tuviese a mano, respirando el aire de las cosas y riéndome a carcajadas mientras golpeaba la mesa con los puños.
Podía verme convertido en lo que yo quisiera y bastaba con creerlo. Los demás, de todas formas, siempre verían otra cosa. Podía andar por ahí como el gran simulador, representando el papel que el público exigiese: Un duro, un poete, un hábil vendedor, un frívolo, un gran amante, lo que yo quisiera. Siempre había tenido cierta facilidad para el mimetismo, era un mono ducho y sabio por momentos, igual nunca me tomaba demasiado en serio a cualquiera de los que era o podía ser. De última, siempre los veía como a otros. Yo, el más íntimo, ese cierto que soy siempre un minuto antes de dormirme, el que tiembla de miedo cuando cualquier otro que soy se atreve, ese que se burla cuando todos los demás creen, el que no siente nada cuando el resto de los que me habitan mueren de amor, ese que soy, ese que solo yo siempre sabré que soy: ese inmóvil núcleo indiferente, alrededor del cual, bailan todos los demás como un tropel de odaliscas  y bufones frente a un príncipe triste. Ese soy yo.
Y entonces sentía los dedos chiquititos de Natalia enrulándome el pecho, durmiéndose de a poco pero todavía mía. ¿Quién sería yo para ella? ¿Qué sería yo para sus quince años vírgenes para siempre? ¿El principe azul de un cuento leído no hace tanto? ¿El que se entretenía con ella en la oscuridad de la cocina mientras todos dormían en la casa? ¿O la leyenda del corresponsal de guerra? ¿O las historias de mis viajes por el mundo? O simplemente los rulos de mi pecho donde ella se desvanecía como la heroína de King Kong, diminuta y caliente, todavía caliente.
Quién era yo no era algo que yo podía precisar, y sin embargo, o por la tanto, me fascinaba viendo mi vida como una vida ajena a mi propia vida. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Qué había hecho de mi vida? ¿Qué había hecho mi vida de mí? ¿Había decidido algo o apenas cumplía con rigurosa torpeza mi único destino?
Cuantas veces, por cualquier calle de cualquier ciudad, había caminado entre la gente sintiendo que era uno distinto, uno nuevo, uno más grande, viendo como todos los ojos se clavaban en mí mientras yo miraba caer la tarde sin que nadie se diese cuenta de que las avenidas iban a morir donde moría el sol, de que las cúpulas de las iglesias se clavaban en el cielo rojo por encima de las estaciones de trenes, en donde hombres cansados, a las siete de la tarde, volvían a sus casas, y entre ellos yo, que por algunos instantes podía sentir todo lo que todos sentían. Yo era el vendedor ambulante, el diler, el oficinista retrasado, el obseso del subte, el héroe de las plazas, la criatura de las calles y el hijo del hombre. Era todo lo que recordaba que había sido y también era lo que no recordaba que había sido a través de los siglos.
Me saludo con Whitman cuando dice: “Me contradigo y qué…contengo muchedumbres”. Desde luego. Bien dicho. Me contradigo y qué…contengo muchedumbres, coño. Muchedumbres de antepasados españoles, gallegos, celtas, romanos, indoeuropeos, que sé yo. Cantidad de gente hizo falta para generarme y terminarme y ponerme sobre la tierra. Hombres y mujeres infinitos, malhumorados, rapaces, lascivos, sensibles, piadosos, deseosos de castigo, capaces de matar, de levantarle la mano a su propio padre, de inclinarse por migajas, de fornicar y fornicar con la mujer del prójimo y de jurarle al prójimo lealtad definitiva. Me contradigo y qué: contengo muchedumbres.
Y aquellas muchedumbres eran mi única certeza. ¿Por qué no? En el espacio infinito que queda entre mis ojos  y mis parpados cerrados, cabían todas las historias de mi propia historia. Como en una película frenética, otros momentos míos, cuando yo fui otro, volvían ahora sobre el colchón de una plaza junto a la estufa de gas. Y entonces me recordaba tal como había sido en la habitación del piso 11 del Saint Jacques de París, tirado en la cama, a oscuras, con el ventanal abierto como un cuadro vivo y bebiendo champán con el Sacre Cour erecto y blanco en el fondo de la escena bajo la noche inolvidable. ¿Ese era yo? O el de la mañana de Abril del año de la guerra, cuando aterricé en Puerto Argentino y una hilera de soldados arrastrando armamento me presentó la guerra personalmente. ¿Ese era yo? O el que había corrido detrás de Alejandra, a la que había visto una sola vez, que le bastó para dinamitar su matrimonio y arrastrarla a una playa, para después de tres días, espantarla como un animal herido y perdido que por las dudas le tiene miedo a todo. ¿Ese? O el de traje y corbata, fichando su tarjeta en la Compañía Nosecuanto como quién entrega sus pertenencias para cruzar las rejas. ¿Ese entonces? O el que tantas noches lloró desnudo y solo, todavía mojado, y el que tantas otras noches volverá a pensar quién es con Natalia o con otra durmiendo sobre su pecho, no menos desnudo, ni solo, ni mojado. Ese seguro, ese siempre. Ese príncipe triste aparecería cada tanto, la noche más inesperada, sin avisar. Los otros no. Los otros eran caminantes que a lo mejor pasaban una vez y no volvían nunca.
Natalia ya estaba dormida y el cansancio empezaba a liberarme. Pronto estaría dormido yo también y ya no sería yo sino un taller de alquimia donde duendes imposibles jugarían con vasijas de verdad, mezclando lo que había sido, lo que quería ser y lo que podía ser; con retazos inconexos de ese día y de todos los días anteriores a ese día.
Aunque a lo mejor no eran duendes sino los espectros residuales de todos los hombres y todas las mujeres cuya sangre era mi sangre. Sus grandezas, sus penas, sus hábitos y sus temores, sus bajezas y sus victorias, sus manías más lejanas, sus palabras recientes, sus vidas y sus muertes, porque todos ellos, como un pueblo furioso, tomaban mi cuerpo hasta el próximo cuerpo y me daban el color y los rasgos, la estatura y los dientes, mi arbitrario paladar, la forma de los dedos, el agua de la mirada y mi pecho prehistórico donde duerme Natalia. Todos en mí.
Esa noche, como tantas otras , me entretuve pensando en el ejército ancestral que talló durante siglos lo que ahora es mi vida. Quizás entre ellos hubo un pirata celta, atrevido, cruel, despótico y solitario. Alguna que otra prostituta habrá hecho falta con sus caricias y su desamparo, y un sacerdote pecador, culposo, frágil en su fe por imperio del cuerpo. Y por qué no un oscuro sirviente alcahuete de un noble y un paje precioso como el capricho de un emperador o el obsceno juguete de una dama promiscua, un asesino a sueldo, un soldado que huye, un poeta mediocre, una virgen maldita, un mercader de esclavos, un primo idiota, un lavaplatos, por qué no, si cualquiera era posible detrás de mis recuerdos.
Pero yo, YO, estaba solo entre todos como un hombre perdido en una fiesta equivocada. Caras que no reconocía, nombres que de haberlos sabido no significarían nada, gestos y palabras familiares que no alcanzarían a resultarme propios. Era todos, y sin embargo ninguno de todos podía explicarme cuál de todos era yo. Alrededor mío crecía la fiesta, bailaban y bebían entre ellos y yo los miraba y los deseaba sin que ellos me vieran. Yo, el real, pasaba entre todos como si fuese un fantasma; ellos, los fantasmas, se movían a mi alrededor tan ciertos y reales como seres queridos.
Claro que todo eso lo pienso ahora, porque entonces hacía rato que el sueño me había llevado, y Natalia y yo, en el mínimo espacio del colchón de una plaza, nos habíamos alejado tanto el uno del otro como un mundo de otro mundo y un universo de la nada.

Daniel Ares – extracto de “la curva de la risa”

viernes, 22 de marzo de 2013

Bertolt Brecht, Parábola de Buda sobre la casa en llamas



Bertolt Brecht, Parábola de Buda sobre la casa en llamas

Gautama, el Buda, enseñaba la doctrina de la Rueda de los Deseos,
a la que estamos sujetos, y nos aconsejaba
liberarnos de todos los deseos para así,
ya sin pasiones, hundirnos en la Nada, a la que llamaba Nirvana.
Un día sus discípulos le preguntaron:
«¿Cómo es esa Nada, Maestro? Todos quisiéramos
liberarnos de nuestros apetitos, según aconsejas, pero explícanos
si esa Nada en la que entraremos
es algo semejante a esa fusión con todo lo creado
que se siente cuando, al mediodía, yace el cuerpo en el agua,
casi sin pensamientos, indolentemente; o si es como cuando,
apenas ya sin conciencia para cubrirnos con la manta,
nos hundimos de pronto en el sueño; dinos, pues, si se trata
de una Nada buena y alegre o si esa Nada tuya
no es sino una Nada fría, vacía, sin sentido.»
Buda calló largo rato. Luego dijo con indiferencia:
«Ninguna respuesta hay para vuestra pregunta.»
Pero a la noche, cuando se hubieron ido,
Buda, sentado todavía bajo el árbol del pan, a los que no le
habían preguntado
les narró la siguiente parábola:
«No hace mucho vi una casa que ardía. Su techo
era ya pasto de las llamas. Al acercarme advertí
que aún había gente en su interior. Fui a la puerta y les grité
que el techo estaba ardiendo, incitándoles
a que salieran rápidamente.
Pero aquella gente no parecía tener prisa. Uno me preguntó,
mientras el fuego le chamuscaba las cejas,
qué tiempo hacía fuera, si llovía,
si no hacía viento, si existía otra casa,
y otras cosas parecidas. Sin responder,
volví a salir. Esta gente, pensé,
tiene que arder antes que acabe con sus preguntas.
Verdaderamente, amigos,
a quien el suelo no le queme en los pies hasta el punto de
desear gustosamente
cambiarse de sitio, nada tengo que decirle.» 

Así hablaba Gautama, el Buda.
Pero también nosotros, que ya no cultivamos el arte de la paciencia
sino, más bien, el arte de la impaciencia;
nosotros, que con consejos de carácter bien terreno
incitamos al hombre a sacudirse sus tormentos; nosotros
pensamos, asimismo, que a quienes,
viendo acercarse ya las escuadrillas de bombarderos del capitalismo,
aún siguen preguntando cómo solucionaremos tal o cual cosa
y qué será de sus huchas y de sus pantalones domingueros
después de una revolución,
a ésos poco tenemos que decirles.

Bertolt Brecht (Augsburgo, 1898 – Berlín, 1956), Historias de al­manaque, 1939

lunes, 4 de marzo de 2013

Canto a la libertad



Canto a la libertad

El 23 de Febrero, en la movilización, un grupo de gente repartía unas hojas con la letra de una canción para que la cantemos todos juntos y así tomara más fuerza. Una de las tantas formas de llamar la atención y empezar el cambio. Aquí se las dejo.

Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

Hermano, aquí mi mano,
será tuya mi frente,
y tu gesto de siempre
caerá sin levantar
huracanes de miedo
ante la libertad.

Haremos el camino
en un mismo trazado,
uniendo nuestros hombros
para así levantar
a aquellos que cayeron
gritando libertad.

Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

Sonarán las campanas
desde los campanarios,
y los campos desiertos
volverán a granar
unas espigas altas
dispuestas para el pan.

Para un pan que en los siglos
nunca fue repartido
entre todos aquellos
que hicieron lo posible
por empujar la historia
hacia la libertad. 

Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

También será posible
que esa hermosa mañana
ni tú, ni yo, ni el otro
la lleguemos a ver;
pero habrá que forzarla
para que pueda ser.

Que sea como un viento
que arranque los matojos
surgiendo la verdad,
y limpie los caminos
de siglos de destrozos
contra la libertad.

Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

José Antonio Labordeta Subías (Zaragoza, 10 de marzo de 1935ibídem, 19 de septiembre de 2010)

Gabriel José García Márquez

Gabriel José García Márquez   Aracataca ,   Magdalena ,   Colombia ;   6 de marzo   de   1927 Ciudad de México ,   México ;   17 de abril   ...