Mi amigo me presta un libro que al parecer, única edición, ya no se consigue y me dice: "te lo lees aca, no te lo llevas", y entonces es lo que hago. Se transforma en mi lectura de esos días de no parar en Baires. Robándole horas al sueño, en el colectivo, en las esperas, y así me lo devoro. Les cuento esto porque más abajo copié un capitulo, justo antes de devolverlo como habíamos quedado, que leí más de una vez y que representó bastante bien mi sentir en estos tiempos de cambios personales, crisis, oportunidades, revoluciones sociales y la propia revolución personal. Digo bastante bien y no perfectamente porque no tengo a Natalia quedándose dormida a mi lado enrulando mi pecho. Espero que lo disfruten como yo.
El gran simulador
Extracto de un capítulo del libro de Daniel Ares “La
curva de la risa” en el que reflexiona sobre lo que había hecho con su vida.
“Me preguntaba cómo había llegado hasta ahí, que
había hecho de mi brillante porvenir en el periodismo; de haber seguido, hoy,
quizás, sería un elegante y fatuo jefe de redacción, aturdido por un puñado de
cronistas novatos y presionado por un editor omnipresente, millonario y vano.
Pero ahora, ¿que era? ¿El ciervo de una jauría de adolescentes? ¿Algo más que
un mendigo? ¿Un payaso? ¿Apenas un comisionista? O nada de eso y entonces era
el caminante que tanto soñaba ser, comiendo hoy aca y mañana en cualquier parte
y siempre lo que otros decidieran, lo que El camino tuviese como menú del día,
el pan nuestro que me dieran hoy. Por qué no. Podía verlo así: era un
caminante, un vagabundo, más o menos alegre y melancólico que andaba por ahí
enamorándose en cuanto podía, sin fijarse en gastos, vestido con lo que tuviese
a mano, respirando el aire de las cosas y riéndome a carcajadas mientras
golpeaba la mesa con los puños.
Podía verme convertido en lo que yo quisiera y
bastaba con creerlo. Los demás, de todas formas, siempre verían otra cosa.
Podía andar por ahí como el gran simulador, representando el papel que el público
exigiese: Un duro, un poete, un hábil vendedor, un frívolo, un gran amante, lo
que yo quisiera. Siempre había tenido cierta facilidad para el mimetismo, era
un mono ducho y sabio por momentos, igual nunca me tomaba demasiado en serio a
cualquiera de los que era o podía ser. De última, siempre los veía como a
otros. Yo, el más íntimo, ese cierto que soy siempre un minuto antes de
dormirme, el que tiembla de miedo cuando cualquier otro que soy se atreve, ese
que se burla cuando todos los demás creen, el que no siente nada cuando el
resto de los que me habitan mueren de amor, ese que soy, ese que solo yo
siempre sabré que soy: ese inmóvil núcleo indiferente, alrededor del cual,
bailan todos los demás como un tropel de odaliscas y bufones frente a un príncipe triste. Ese
soy yo.
Y entonces sentía los dedos chiquititos de Natalia
enrulándome el pecho, durmiéndose de a poco pero todavía mía. ¿Quién sería yo
para ella? ¿Qué sería yo para sus quince años vírgenes para siempre? ¿El
principe azul de un cuento leído no hace tanto? ¿El que se entretenía con ella
en la oscuridad de la cocina mientras todos dormían en la casa? ¿O la leyenda
del corresponsal de guerra? ¿O las historias de mis viajes por el mundo? O
simplemente los rulos de mi pecho donde ella se desvanecía como la heroína de
King Kong, diminuta y caliente, todavía caliente.
Quién era yo no era algo que yo podía precisar, y
sin embargo, o por la tanto, me fascinaba viendo mi vida como una vida ajena a
mi propia vida. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Qué había hecho de mi vida? ¿Qué había
hecho mi vida de mí? ¿Había decidido algo o apenas cumplía con rigurosa torpeza
mi único destino?
Cuantas veces, por cualquier calle de cualquier
ciudad, había caminado entre la gente sintiendo que era uno distinto, uno
nuevo, uno más grande, viendo como todos los ojos se clavaban en mí mientras yo
miraba caer la tarde sin que nadie se diese cuenta de que las avenidas iban a
morir donde moría el sol, de que las cúpulas de las iglesias se clavaban en el
cielo rojo por encima de las estaciones de trenes, en donde hombres cansados, a
las siete de la tarde, volvían a sus casas, y entre ellos yo, que por algunos
instantes podía sentir todo lo que todos sentían. Yo era el vendedor ambulante,
el diler, el oficinista retrasado, el obseso del subte, el héroe de las plazas,
la criatura de las calles y el hijo del hombre. Era todo lo que recordaba que
había sido y también era lo que no recordaba que había sido a través de los
siglos.
Me saludo con Whitman cuando dice: “Me contradigo y
qué…contengo muchedumbres”. Desde luego. Bien dicho. Me contradigo y
qué…contengo muchedumbres, coño. Muchedumbres de antepasados españoles,
gallegos, celtas, romanos, indoeuropeos, que sé yo. Cantidad de gente hizo
falta para generarme y terminarme y ponerme sobre la tierra. Hombres y mujeres
infinitos, malhumorados, rapaces, lascivos, sensibles, piadosos, deseosos de
castigo, capaces de matar, de levantarle la mano a su propio padre, de
inclinarse por migajas, de fornicar y fornicar con la mujer del prójimo y de jurarle
al prójimo lealtad definitiva. Me contradigo y qué: contengo muchedumbres.
Y aquellas muchedumbres eran mi única certeza. ¿Por
qué no? En el espacio infinito que queda entre mis ojos y mis parpados cerrados, cabían todas las
historias de mi propia historia. Como en una película frenética, otros momentos
míos, cuando yo fui otro, volvían ahora sobre el colchón de una plaza junto a
la estufa de gas. Y entonces me recordaba tal como había sido en la habitación
del piso 11 del Saint Jacques de París, tirado en la cama, a oscuras, con el
ventanal abierto como un cuadro vivo y bebiendo champán con el Sacre Cour
erecto y blanco en el fondo de la escena bajo la noche inolvidable. ¿Ese era
yo? O el de la mañana de Abril del año de la guerra, cuando aterricé en Puerto
Argentino y una hilera de soldados arrastrando armamento me presentó la guerra
personalmente. ¿Ese era yo? O el que había corrido detrás de Alejandra, a la
que había visto una sola vez, que le bastó para dinamitar su matrimonio y
arrastrarla a una playa, para después de tres días, espantarla como un animal
herido y perdido que por las dudas le tiene miedo a todo. ¿Ese? O el de traje y
corbata, fichando su tarjeta en la Compañía Nosecuanto como quién entrega sus
pertenencias para cruzar las rejas. ¿Ese entonces? O el que tantas noches lloró
desnudo y solo, todavía mojado, y el que tantas otras noches volverá a pensar
quién es con Natalia o con otra durmiendo sobre su pecho, no menos desnudo, ni
solo, ni mojado. Ese seguro, ese siempre. Ese príncipe triste aparecería cada
tanto, la noche más inesperada, sin avisar. Los otros no. Los otros eran
caminantes que a lo mejor pasaban una vez y no volvían nunca.
Natalia ya estaba dormida y el cansancio empezaba a
liberarme. Pronto estaría dormido yo también y ya no sería yo sino un taller de
alquimia donde duendes imposibles jugarían con vasijas de verdad, mezclando lo
que había sido, lo que quería ser y lo que podía ser; con retazos inconexos de
ese día y de todos los días anteriores a ese día.
Aunque a lo mejor no eran duendes sino los espectros
residuales de todos los hombres y todas las mujeres cuya sangre era mi sangre.
Sus grandezas, sus penas, sus hábitos y sus temores, sus bajezas y sus
victorias, sus manías más lejanas, sus palabras recientes, sus vidas y sus
muertes, porque todos ellos, como un pueblo furioso, tomaban mi cuerpo hasta el
próximo cuerpo y me daban el color y los rasgos, la estatura y los dientes, mi
arbitrario paladar, la forma de los dedos, el agua de la mirada y mi pecho
prehistórico donde duerme Natalia. Todos en mí.
Esa noche, como tantas otras , me entretuve pensando
en el ejército ancestral que talló durante siglos lo que ahora es mi vida.
Quizás entre ellos hubo un pirata celta, atrevido, cruel, despótico y
solitario. Alguna que otra prostituta habrá hecho falta con sus caricias y su
desamparo, y un sacerdote pecador, culposo, frágil en su fe por imperio del
cuerpo. Y por qué no un oscuro sirviente alcahuete de un noble y un paje
precioso como el capricho de un emperador o el obsceno juguete de una dama
promiscua, un asesino a sueldo, un soldado que huye, un poeta mediocre, una
virgen maldita, un mercader de esclavos, un primo idiota, un lavaplatos, por
qué no, si cualquiera era posible detrás de mis recuerdos.
Pero yo, YO, estaba solo entre todos como un hombre
perdido en una fiesta equivocada. Caras que no reconocía, nombres que de
haberlos sabido no significarían nada, gestos y palabras familiares que no
alcanzarían a resultarme propios. Era todos, y sin embargo ninguno de todos podía
explicarme cuál de todos era yo. Alrededor mío crecía la fiesta, bailaban y
bebían entre ellos y yo los miraba y los deseaba sin que ellos me vieran. Yo,
el real, pasaba entre todos como si fuese un fantasma; ellos, los fantasmas, se
movían a mi alrededor tan ciertos y reales como seres queridos.
Claro que todo eso lo pienso ahora, porque entonces
hacía rato que el sueño me había llevado, y Natalia y yo, en el mínimo espacio
del colchón de una plaza, nos habíamos alejado tanto el uno del otro como un
mundo de otro mundo y un universo de la nada.
Daniel Ares – extracto de “la curva de la risa”
es increible y marabilloso.Hacepocos dias encontré un cuaderno de mi adolescencia en el que escribia frases tomadas de libros que leia. Increiblemente encontre copiado exactamente las mismas palabras que ud a copiado en este sitio.
ResponderEliminarSiempre me sentí muy identificada y por eso hoy despues de muchos años vuelvo a citarlo y tenerlo presente!
Un placer compartir el buen gusto!
¡Muchas gracias Viviana, un placer mutuo entonces.
ResponderEliminarPrecisamente, ¿Cuales palabras o citas te hicieron click y te llevaron de "viaje" a la adolescencia?
Un saludo y un gusto tenerte por aquí :)
Hola nuevamente ! A decir verdad este libro lo lei en mi adolescencia y es el dia de hoy que lo tengo presente, mas que nada cuando dice... "Podía verme convertido en lo que yo quisiera y bastaba con creerlo...Podía andar por ahí como el gran simulador, representando el papel que el público exigiese...Yo, el más íntimo, ese cierto que soy siempre un minuto antes de dormirme, el que tiembla de miedo cuando cualquier otro que soy se atreve, ese que se burla cuando todos los demás creen, el que no siente nada cuando el resto de los que me habitan mueren de amor, ese que soy, ese que solo yo siempre sabré que soy... Ese soy yo."
ResponderEliminarCreo que define de cierta forma mi personalidad y mi amplia capacidad de adaptacion...contengo muchedumbres!!! Podria darte mil razones, pero mas que nada quiero agradecerte este espacio !
Viviana
Sí que es poética la forma de definirse, y que te define.
ResponderEliminarNada que agradecer Viviana, es realmente un placer, porque el objetivo de compartir mis búsquedas es que le sirvan a alguien más, allí donde esté y en el momento justo. Estas anécdotas son las que me impulsan a seguir adelante, el agradecido soy yo :)