Un hombre
fuera de serie - Elogio de Nelson Mandela
Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos,agoniza
en un hospital de Pretoria. Reverenciado en el mundo entero, por una vez
podremos estar seguros de que todos los elogios que llueven y lloverán sobre su
figura son justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su
país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia,
destreza, honestidad y valentía que en el campo de la política a
veces los milagros son posibles.
Todo aquello
se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la
desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a
perpetuidad. Las condiciones en que el régimen
del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla
rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una
celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de
paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de
visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por
año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese
aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los
27 que pasó Mandela en Robben Island.
En vez de
suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve
años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica
radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a
partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había
compartido las tesis de los resistentes que proponían un "África para los
africanos" y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana,
en su partido, el Congreso Nacional Africano, Mandela, al igual que Sisulu y
Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen
racista y totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes
y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas
llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a
Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.
Debió de
tomarle mucho tiempo -meses, años- convencerse de que toda esa concepción de la
lucha contra la opresión y el racismo en Sudáfrica era errónea e ineficaz, y
que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir,
buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca -un 12% del país
que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante-, a la que había
que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las
dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia
gobernada por la mayoría negra.
En aquella
época, fines de los años 60 y comienzos de los 70, pensar semejante cosa era un
juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se
reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los
resistentes respondían a la violencia del Estado habían creado un clima de
rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace
cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el exilio
para la minoría blanca, en especial los afrikaans , los verdaderos
dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las
vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo
emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la
desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde consiguiera aquel
sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad,
y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en el país junto a los
millones de negros y mulatos sudafricanos, que, persuadidos por su ejemplo y
sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.
Habría que ir
a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de
niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la
voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos
aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben
Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por
último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era
imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición
sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una
convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por
siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más
digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que
fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus
compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después,
desde el gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática.
Hay que
recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un
prisionero político que, hasta 1973, cuando que se atenuaron las condiciones de
carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula
celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los
otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin
embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras,
desde la prisión ya menos inflexible de los años 70, estudiaba y se recibía de
abogado, sus ideas fueron rompiendo, poco a poco, las muy legítimas
prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo
aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería
más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.
Pero fue
todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba
el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para
siempre. Éstos eran los supuestos de la filosofía del apartheid, que
había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik
Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948, y adoptada de modo casi
unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos
de que estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas,
sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la
mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años, pero, al final, como la gota que
horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza
y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del
Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar
civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos
mandatarios del apartheid : Botha y De Klerk.
Cuando Mandela
subió al poder, su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en
la comunidad negra como en la blanca (yo recuerdo haber visto, en enero de
1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid , una
pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela
con un entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele
marear a sus beneficiarios y volverlos -Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro-
demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre
sencillo, austero y honesto de antaño, y ante la sorpresa de todo el mundo se
negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue
a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia.
Mandela es el
mejor ejemplo que tenemos -uno de los muy escasos en nuestros días- de que la
política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que
sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer
nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el
fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la
justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista
sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron.
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