No puedo dejar de compartir este relato de Hernán Casciari. Después de leerlo, sin perderme ni una coma y casi sin respirar, me fui a buscar el video y al final se los dejo para que, si les pasa lo mismo que a mi, no tengan que buscarlo.
Es el relato de un momento único vivido por casi la totalidad de los Argentinos, en donde estuvimos en vilo durante un breve lapso de tiempo para después saltar como locos de alegría.
Espero que lo disfruten como yo, y ya sé, es largo; y bueno. No siempre se puede ni se quiere ser tan concreto, y a veces, como en esta ocasión, se disfruta de lo lindo el detalle.
10,6
segundos
Para
leer lo que sigue más abajo te tiene que gustar la buena lectura y el futbol.
Obvio, tenes que estar con tiempo y ganas de leer algo bueno, conocido y
disfrutado por todos hasta el más mínimo detalle, visto una y mil veces. Y
después, de premio, y no antes, ver el video de apenas segundos que te dejo al
final.
Espero
que lo disfruten y que se emocionen como yo, gracias Hernan Casciari por tan
buen relato.
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Menos
de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un
compañero, el reloj en México marca las trece horas, doce minutos y veinte
segundos. En la escena central hay también dos británicos y un hombre algo
mayor, de origen tunecino. El deporte al que juegan, el fútbol, no es muy
popular en Túnez. Por eso el africano parece el único que no está en actitud de
alarma atlética.
Se
llama Alí Bin Nasser y, mientras los otros corren, él camina despacio. Tiene
cuarenta y dos años y está avergonzado: sabe que nunca más será llamado a
arbitrar un partido oficial entre naciones.
También
sabe que si, doce años antes, cuando se lesionó en la liga tunecina, le
hubieran dicho que estaría en un Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde
en que se convirtió en juez: en Túnez no es necesario, para acceder al puesto,
más que tener el mismo número de piernas que de pulmones.
Cuando
dirigió su primer partido descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que
eso: logró ser el primer juez de fútbol al que reconocían por las calles de la
ciudad. Lo convocaron para las eliminatorias africanas de 1984 y su juicio
resultó tan eficaz que, un año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.
En
México le pedían autógrafos, se sacaban fotos con él y dormía en el hotel más
lujoso. Había arbitrado con éxito el Polonia-Portugal de la primera fase, y
vigilado la línea izquierda en un Dinamarca-España en donde los daneses jugaron
todo el segundo tiempo al achique; él no se equivocó ni una sola vez al
levantar el banderín.
Cuando
los organizadores le informaron que dirigiría un choque de cuartos —nunca un
juez tunecino había llegado tan lejos—, Alí llamó a su casa desde el hotel, con
cobro revertido, se lo contó a su padre y los dos lloraron.
Esa
noche durmió con sofocones y soñó dos veces con el ridículo. En el primer sueño
se torcía el tobillo y tenía que ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño,
el cuarto árbitro era su madre. En el segundo sueño saltaba al campo un
espontáneo, le bajaba los pantalones y él quedaba con los genitales al aire
frente a las televisiones del mundo.
De
cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la
víspera, en dar por válido un gol hecho con la mano. No soñó con que, en la
jerga callejera de Túnez, su apellido se convertiría en metáfora jocosa de la
ceguera. Por eso ahora dirige el segundo tiempo de ese partido con ganas de que
todo acabe pronto.
Ahora
el jugador argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro
de la sombra. El calor supera los treinta grados y esa sombra, con forma de
araña, es la única en muchos metros a la redonda.
Alrededor
del campo, acaloradas, ciento quince mil personas siguen los movimientos del
jugador pero solo dos, los más cercanos a la escena, pueden impedir el avance.
Se
llaman Peter: Raid uno, Beardsley el otro; nacieron en el norte de Inglaterra,
uno en el cauce y el otro en la desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron,
pocos años antes, un hijo varón al que llamaron Peter; los dos se divorciaron
de su primera mujer antes de viajar a México; y los dos están convencidos, a
las trece horas, doce minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el
balón al jugador argentino porque lo ha recibido a contrarié y ellos son dos:
uno por el frente y el otro por la espalda.
No
saben que, una década después, Peter Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán
amigos, tendrán quince y dieciséis años y estarán bailando en una rave de
Londres.
Un
escocés de apellido O’Connor —que más tarde será guionista del cómico Sacha
Baron Cohen— los reconocerá y, en medio de la danza, los esquivará con una
finta y un regate. Lo hará una vez, dos veces, tres veces, imitando el pase de
baile que ahora, diez años antes, le practica a sus padres el jugador
argentino.
Raid
hijo y Beardsley hijo no entenderán la broma, entonces otros participantes de
la rave se sumarán a la burla de O’Connor y se formará un bucle de bailarines que,
en forma de tren humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.
Peter
Raid hijo será el primero en comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es
por el video de nuestros padres, el de México ochenta y seis».
Peter
Beardsley hijo hará un gesto de humillación y los dos amigos escaparán de la
fiesta perseguidos por decenas de muchachos que gritarán, a coro, el apellido
del jugador que diez años antes, ahora mismo, se escapa de sus padres con un
quiebre de cintura.
Muy
pronto Raid padre y Beardsley padre dejarán de perseguir al jugador: será el
trabajo de otros compañeros intentar detenerlo. Ellos ahora permanecen
congelados en medio de una cinta que el tiempo convierte, a cámara lenta, de
VHS a Youtube.
Ahora
sus hijos tienen cinco y seis años y no recordarán haber visto en directo el
primer regate del jugador, pero al comienzo de la adolescencia lo verán mil
veces en video y dejarán de sentir respeto por sus padres.
Peter
Raid y Peter Beardsley, inmóviles aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente
qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre.
Raudo
y con pasos cortos, el jugador argentino traslada la escena al terreno
contrario. Solo ha tocado el balón tres veces en su propio campo: una para
recibirlo y burlar al primer Peter, la segunda para pisarlo con suavidad y
desacomodar al segundo Peter, y una tercera para alejar el balón hacia la línea
divisoria.
Cuando
la pelota cruza la línea de cal el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y
dos metros que recorrerá y ha dado once de los cuarenta y cuatro pasos que
tendrá que dar.
A las
las trece horas, doce minutos y veintitrés segundos del mediodía un rumor de
asombro baja desde las gradas y las nalgas de los locutores de las radios se
despegan de los asientos en las cabinas de transmisión: el hueco libre que
acaba de encontrar el jugador por la banda derecha, después del regate doble y
la zancada, hace que todo el mundo comprenda el peligro.
Todos
menos Kenny Sansom, que aparece por detrás de los dos Peter y persigue al
jugador con una parsimonia que parece de otro deporte. Sansom acompaña al
jugador argentino sin desespero, como si llevara a un hijo pequeño a dar su
primera vuelta en bicicleta.
«Parecía
que estuvieras en un entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson
dos horas después, en los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio
hermano Allan un año más tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.
Kenny
Sansom rebobinará mil veces el video en el futuro. Verá su paso desganado, casi
un trote, mientras el jugador se le escapa.
Comenzará,
en noviembre de ese año, a tener problemas con el juego y el alcohol. En la
prensa sensacionalista lo apodarán «White» Sansom, por su afición al vino
blanco.
Su
único amigo de las épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos
compartirán el eje de un trauma idéntico.
Butcher
es el que ahora, cuando los relatores de radio y los espectadores en las gradas
todavía están poniéndose de pie, le tira una patada fallida al jugador que
avanza por su banda. Sin saber que su apellido, en el idioma del rival,
significa carnicero, Butcher perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una
segunda patada, esta vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.
Terry
Butcher tampoco superará nunca el fantasma de esos diez segundos en el mediodía
mexicano. «Al resto de mis compañeros los regateó una sola vez, pero a mí
dos..., pequeño bastardo», le dirá a la prensa muchos años después, con los
ojos vidriosos.
Kenny
Sansom y Terry Butcher no regresarán a México jamás, ni siquiera a playas
turísticas alejadas del Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas
estables, tendrán por afición (con casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar
whisky los jueves por la noche e inventar nuevos insultos contra el jugador
argentino que ahora, sin marca, entra al área grande con el balón pegado a los
pies.
Antes
del inicio de la jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error empieza la
historia. Podría haber jugado hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar
el balón al jugador menos libre.
Ese
hombre se llama Héctor Enrique y se queda inmóvil después del pase, con las
manos en la cintura. Después de ese partido nunca podrá separarse del jugador,
como si el hilo invisible del pase vertical se transformara, con el tiempo, en
un campo magnético.
Enrique
todavía no lo sabe, pero volverá a participar de un Mundial de fútbol,
veinticuatro años después y en tierra sudafricana. Será parte del cuerpo
técnico de un entrenador que, más gordo y más viejo, tendrá el mismo rostro del
hombre joven que ahora corre en zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos,
en los Emiratos Árabes, de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos
segundos, le ha dado un pase a contrarié.
Durante
muchas noches del futuro, en un país extraño donde las mujeres tienen que ir en
el asiento trasero de los coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en
lugar de esa mala entrega, le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su
segunda opción.
Burruchaga
es el que ahora corre en paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las
trece horas, doce minutos y veinticuatro segundos: está convencido de que el
jugador le dará el pase antes de entrar al área, que únicamente le está
quitando las marcas para dejarlo solo frente a los tres palos.
Burruchaga
corre y mira al jugador; con el gesto corporal le dice «estoy libre por el
medio» y mientras espera el pase en vano no sabe que un día, algunos años
después, aceptará un soborno en la liga francesa y será castigado por la
Federación Internacional. Otra entrega a destiempo. Pero él, congelado en el
presente, todavía corre y espera la cesión que no llega nunca.
Días
más tarde hará el gol decisivo de la final, pero el mundo solo tendrá ojos y
memoria para otro gol. Año tras año, homenaje tras homenaje, el suyo no será el
más admirado.
Una
noche Burruchaga llamará por teléfono a Arabia Saudita para conversar con su
amigo Héctor Enrique, y lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel
gol ajeno que opacó el decisivo de la final. Entonces Enrique verá por la
ventana una tormenta de arena y, sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para
tanto aquel gol», le dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para
matarlo».
Dentro
del campo de juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera
soplado a sesenta kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis
días más tarde, quizás la jugada no hubiera acabado bien.
El
avance parece veloz por ilusión óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena
y engaña. Hay una geometría secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que
se hubiera roto con un cambio en el viento o con el reflejo de un reloj pulsera
desde las gradas.
Terry
Fenwick piensa en las variables del azar mientras se ducha cabizbajo tras la
derrota. Sobre todo en una, la menos descabellada.
Antes
del partido, Fenwick le aconsejó a su entrenador Bobby Robson que lo mejor
sería hacerle, al jugador rival, un marcaje hombre a hombre. Bobby respondió
que la marca sería zonal, como en los anteriores partidos.
¿Qué
habría ocurrido si Robson le hacía caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo,
en la soledad del vestuario, con el agua reventándole las sienes.
En
este momento, a las trece horas, doce minutos y veintiséis segundos del
mediodía, es él quien ve llegar al jugador con el balón dominado; es él quien cree
que dará un pase al centro del área. Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya
todo el cuerpo en su pierna derecha para evitar el pase y deja sin candado el
flanco izquierdo. El jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el hueco
libre, pisa el área y encuentra los tres palos.
«Mierda»,
le dirá a la prensa Terry Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro
segundos». Dos años después del exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses
en prisión por conducir borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que
no le daría la mano al jugador argentino si lo volviera a ver.
En
esas mismas fechas una de sus hijas cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta,
Terry Fenwick la encontrará besándose con un argentino en una playa de
Trinidad. Reconocerá la identidad del muchacho por una camiseta celeste y
blanca con el número diez en la espalda. Fenwick aún no lo sabe, pero en su
vejez dirigirá un ignoto equipo llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y
Tobago, un país que nunca jugó un Mundial, pero que tiene playas.
Fenwick
se emborrachará cada día en la arena de esas playas. La tarde del encuentro de
su hija con el argentino querrá acercarse al chico para golpearlo. El argentino
hará el gesto salir para la izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de
nuevo, se comerá el amague.
Ocho
pasos, de cuarenta y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y le
bastarán para entender que el panorama no es favorable.
Hay
un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda,
Glenn Hoddle, le impide la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del
amague y ahora cubre el posible pase atrás y, por delante, el portero Peter
Shilton le cierra el primer palo.
El
norte, el sur y el este están vedados para cualquier maniobra. Son las trece
horas, doce minutos y veintisiete segundos del mediodía. Tres horas más en
Buenos Aires. Seis horas más en Londres.
En
cualquier ciudad del mundo, a cualquier hora del día o de la noche, intentar el
disparo a puerta en medio de ese revoltijo de piernas es imposible, y el que
mejor lo sabe es Jorge Valdano, que llega solo, muy solo, por la izquierda.
Nadie
se percata de la existencia de Valdano, ni ahora en el área grande ni durante
la escuela primaria, en el pueblo santafecino de Las Parejas.
Jorge
Valdano se sentaba a leer novelas de Emilio Salgari mientras sus compañeros
jugaban al fútbol en los recreos, arremolinados detrás de la pelota. El fútbol
le parecía un juego básico a los nueve años, pero a los once ocurrió algo:
entendió las reglas y supo, sin sorpresa, que los demás chicos no lo
practicaban con inteligencia.
Empezó
a jugar con ellos y, mientras el resto perseguía el balón sin estrategia, él se
movía por los laterales buscando la geometría del deporte.
Y fue
bueno. Integró dos clubes del pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las
inferiores de Newell’s; debutó en primera antes de los dieciocho. A los veinte
era campeón mundial juvenil en Toulon. A los veintidós ya había jugado en la
selección absoluta.
Pero
en esos años de vértigo nunca amó el juego por encima de todo. Si le daban a
elegir entre un partido entre amigos o una buena novela, siempre elegía el
libro.
Hasta
ese momento de sus treinta años, Valdano no estaba seguro de haber elegido su
verdadera vocación. Por eso ahora, que espera el pase, siente por fin que ese
puede ser su destino, que quizá ha venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo
en la red.
Sabe
que la única opción del jugador es el pase a la izquierda. No le queda otra
salida. Mientras pisa el área piensa: «Si no me la da, largo todo y me hago
escritor”.
Pero
el jugador entra al área sin mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle,
ni Shilton se enteran de su presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la
jugada en plano corto, lo distingue a tiempo.
En el
video, Valdano es un fantasma que asoma el cuerpo completo recién cuando el
balón está en el vértice del área pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe,
pero al final de ese torneo comenzará a escribir cuentos cortos.
No
hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los rivales
puede usar la zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No
importa, son armas lícitas en un deporte de hombres y el agredido puede
devolver la acción en la siguiente jugada.
Pero
el portero, el guardavallas, el goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus
nombres son infinitos) puede tocar el balón con las manos.
El
portero es una anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las
mejores acrobacias que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún
futbolista de campo había logrado devolver esa afrenta en un Mundial.
Por
eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter
Shilton (camisa gris, guantes blancos), entiende el odio en la mirada del
inglés.
Media
hora antes el argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del
fútbol: había convertido un gol con la mano. La palma del atacante había
llegado antes que el puño del guardameta. En el reglamento del fútbol esa
acción está vedada, pero en las reglas de otro juego, más inhumano que el
fútbol, se había hecho justicia.
Por
eso en este momento culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos
y veintinueve segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe
muy bien que está en sus manos desbaratar el mejor gol de todos los tiempos.
Necesita hacerlo, además, para volver a su país como un héroe.
Shilton
había nacido en Leicester, treinta y seis años antes de aquel mediodía
mexicano. Ya era una leyenda viva, no le hacía falta llegar a su primer y
tardío Mundial para demostrarlo.
Aún
no lo sabe, pero jugará como profesional hasta los cuarenta y ocho años.
Protagonizará en el futuro muchas paradas inolvidables que, sumadas a las del
pasado, lo convertirán en el mejor goalkeeper inglés.
Sin
embargo (y esto tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más
famosa que la Britannica, que dirá sobre él:
«Shilton,
Peter: guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como
‘la mano de Dios’ y el ‘del Siglo’».
Ese
será su karma y es mejor que no lo sepa, porque todavía sigue mirando a los
ojos al jugador argentino que se acerca, y tapa su palo izquierdo como le
enseñaron sus maestros.
Cree
que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner»,
piensa. «Quizá pueda sacar el balón con la yema de los dedos».
Tampoco
sabe que dos años más tarde se publicará en Gran Bretaña un videojuego con su
nombre, titulado «Peter Shilton’s Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a
escondidas, en las vacaciones de 1992.
Mejor
que no conozca el futuro ahora, porque debe decidir, ya mismo, cuál será el
siguiente movimiento del jugador. Y lo decide: Shilton se juega a la izquierda,
se tira al suelo y espera el zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro,
elige seguir por la derecha.
Antes
de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce
minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que
ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de
Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en
el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de
punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor
Enrique, todavía clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano
derecha; ve a su entrenador que salta del banquillo como expulsado por un
resorte y al otro entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final
del avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera
bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda
el rostro del empleado que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo;
ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un
error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de
dulce de leche de su hermano cuando dice:
«La
próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí
por la derecha».
Ve el
rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la
picardía con que lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en
letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera
novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a
una niña; ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que
intenta dominarla; ve a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un
enorme bidón de kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una
taquilla, en un vestuario de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en
letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez su nombre y
su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también
que un día el estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.
El
jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos,
y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.
Al revés
que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con
su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el
balón en los pies.
Ve,
antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora
de Terry Butcher a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con
un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se
levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho
inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de
1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una
multitud que se burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa,
dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del
trópico que se deja besar por un chico que lleva puesta una camiseta argentina;
ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de todos los
aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y de todos los centros
comerciales del mundo; ve a un niño embobado con un videojuego en la ciudad de
Leicester, mientras su hermano vigila por la ventana que no aparezca el padre;
ve el cadáver de un hombre viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de
ese mediodía, un hombre que también ha visto todas las cosas del mundo en un
único instante.
Ve
Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve el
estadio de Boca a reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un
balón en los pies, sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el
aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo en el último vuelo desde México,
para abrazarlo y consolarlo; ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la
Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que
hará; ve todos los goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se
ve, con cincuenta y tres años, mirando desde el palco la final del mundo en el
estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre por última vez; ve la noche en
que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos;
ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en
Rosario, un año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio
mínimo, imposible, entre el poste derecho y el botín de Terry Butcher.
Cierra
los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace
silencio en todo el mundo.
El
jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la
zurda. Sabe que la jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa
que ya es hora de explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será
hasta el final de los tiempos.
Maradona - El mejor gol del siglo
relatado por Victor Hugo Morales:
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