Ayer por la noche, en el bar de mi amigo, en una charla de colegas después de la victoria del Madrid, salió el tema del español medio y su particular forma de ver las cosas en cuanto a que "se está conmigo o contra mí", y claro, me acordé de esta magistral nota que leí no hace mucho de Arturo Pérez Reverte. La busqué y aquí la comparto con ustedes para hacerlos parte de esa peculiar charla de bar...pasen y pónganse cómodos
Conmigo, o contra
mí - Por Arturo Pérez-Reverte
Reconocer un
mérito al adversario es para nosotros impensable. Porque se trata exactamente
de eso: bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis
Un lector me
preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta de fe en el futuro
y mi desapego de esta casta parásita que nos gobierna, sólo comparable a la
desconfianza que siento hacia nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no
hay verdugos impunes. Siempre sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que
los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la
cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y
lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y
su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador
astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado. También
en torpes animales peligrosos para sí mismos. En lamentables suicidas sociales.
Hace tiempo que escribo en esta
página. También, en
los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más caliente de
nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable. Inquieta el
lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo airado de sus
reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay argumentos
serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez, cuando no de
infamia y vileza. Cualquier asunto polémico se transforma en el acto, no en
debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el
rigor, sino el más elemental sentido común.
Destaca, significativa, la necesidad
de encasillar. Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de
las manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no
se le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de
Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata. Y
si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en
la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia
de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y
progre de salón. Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre
mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca. No
pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones
de que escurría el bulto "y no me mojaba". Y es que en España parece
inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto
quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al
adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo
propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas
viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda
discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia
de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la
independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí. O eres de mi gente -y
mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la
etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado
porque es agresión. Provocación. Crimen.
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