UN ANÁLISIS DE LA POBREZA
CONTEMPORÁNEA
La causa de la
igualdad en un mundo incierto
Zygmunt
Bauman
Liberadas de la rienda de la política y de las
coacciones locales, la rápida globalización y la creciente economía
extraterritorial producen brechas cada vez más grandes entre los ingresos de
los sectores más ricos y los más pobres de la población mundial, y dentro de
cada sociedad. Además, hay porciones cada vez más grandes de la población que
no sólo se ven arrojadas a una
vida de pobreza, miseria y destitución, sino que por añadidura se encuentran
expulsadas de lo que ha sido socialmente reconocido como un trabajo útil y
económicamente racional, convirtiéndose así en prescindibles
en lo social y en lo económico.
Según el informe más recientes del proyecto de desarrollo de las Naciones Unidas (tal como apareció en Le monde el 10 de septiembre de 1998), mientras que el consumo global de bienes y servicios fue en 1997 el doble que en 1975 y se multiplicó seis veces desde 1950, hay mil millones de personas “que no pueden satisfacer siquiera sus necesidades elementales”. Entre los 4.500 millones de habitantes de los países (en vías de desarrollo), 3 de cada 5 no tienen acceso a infraestructuras básicas: un tercio no tiene acceso al agua potable, un cuarto no tiene viviendas que merezcan ese nombre, un quinto carece de servicios sanitarios y médicos. Uno de cada 5 niños tiene menos de 5 años de instrucción de cualquier tipo, y una proporción similar padece desnutrición. En 70 u 80 de los cien países (en desarrollo) el ingreso medio per cápita de la población es actualmente inferior al de hace 10 años e incluso 30 años atrás: 120 millones de personas viven con menos de un dólar por día.
Según el informe más recientes del proyecto de desarrollo de las Naciones Unidas (tal como apareció en Le monde el 10 de septiembre de 1998), mientras que el consumo global de bienes y servicios fue en 1997 el doble que en 1975 y se multiplicó seis veces desde 1950, hay mil millones de personas “que no pueden satisfacer siquiera sus necesidades elementales”. Entre los 4.500 millones de habitantes de los países (en vías de desarrollo), 3 de cada 5 no tienen acceso a infraestructuras básicas: un tercio no tiene acceso al agua potable, un cuarto no tiene viviendas que merezcan ese nombre, un quinto carece de servicios sanitarios y médicos. Uno de cada 5 niños tiene menos de 5 años de instrucción de cualquier tipo, y una proporción similar padece desnutrición. En 70 u 80 de los cien países (en desarrollo) el ingreso medio per cápita de la población es actualmente inferior al de hace 10 años e incluso 30 años atrás: 120 millones de personas viven con menos de un dólar por día.
Al
mismo tiempo, en los Estados Unidos, que es por lejos el país más rico del
mundo y la patria de la gente más rica del mundo, el 16,5 por cien de la
población vive en la pobreza; un quinto de los adultos no sabe leer ni
escribir, en tanto el 13 por ciento tiene una expectativa de vida inferior a
los 60 años.
Por
otra parte, los hombres más ricos del globo tiene un patrimonio privado mayor
que la suma de los productos nacionales de los 40 y 80 países más pobres; la
fortuna de las 15 personas más ricas excede el total de producto de toda África
Subsahariana. Según el informe, menos del 4% de la riqueza de las 225 personas
más ricas bastaría para brindar a los pobres del mundo acceso a cuidados sanitarios
y educativos elementales, así como una nutrición adecuada.
Los
efectos de esta preocupante tendencia contemporánea han sido ampliamente
examinados y debatidos, aunque, por razones que ya deberían entenderse
perfectamente, se han tomado muy pocas medidas destinadas a contrarrestarlos,
salvo algunas ad hoc, poco definidas y fragmentarias, y no se ha
hecho nada por detener la tendencia. Esta reiterada historia de preocupación e
inacción ha sido contada y vuelta a contar muchas veces, sin ningún beneficio
visible hasta el momento. No tengo la intención de repetir la historia una vez
más, sino más bien de cuestionar el encuadre cognitivo y el conjunto de valores
con los que la ha sido evaluado; un encuadre y un conjunto que impiden la plena
comprensión de la gravedad de la situación y, por lo tanto, tampoco permiten la
búsqueda de alternativas factibles.
El encuadre cognitivo en que suele situarse todo debate sobre la creciente pobreza es puramente económico (en sentido de “economía” primordialmente como la suma de transacciones mediadas por el dinero): el encuadre de la distribución de la riqueza y los ingresos y de acceso a un empleo remunerado. Ocasionalmente, suele expresarse además cierta preocupación por la seguridad del orden social, aunque casi nunca —y con razón— en voz alta, ya que algunas mentes agudas podrían ver en la terrible situación de los pobres contemporáneos una amenaza tangible de rebelión. Ni el encuadre cognitivo ni la escala de valores son erróneos en sí mismo. Más precisamente, no son erróneos en lo que denotan, sino en lo que glosan en silencio y ocultan a la vista.
El encuadre cognitivo en que suele situarse todo debate sobre la creciente pobreza es puramente económico (en sentido de “economía” primordialmente como la suma de transacciones mediadas por el dinero): el encuadre de la distribución de la riqueza y los ingresos y de acceso a un empleo remunerado. Ocasionalmente, suele expresarse además cierta preocupación por la seguridad del orden social, aunque casi nunca —y con razón— en voz alta, ya que algunas mentes agudas podrían ver en la terrible situación de los pobres contemporáneos una amenaza tangible de rebelión. Ni el encuadre cognitivo ni la escala de valores son erróneos en sí mismo. Más precisamente, no son erróneos en lo que denotan, sino en lo que glosan en silencio y ocultan a la vista.
Para
decirlo brevemente: la presencia de un gran ejército de pobres y la publicidad
dada a su escandalosa situación son un factor de contrapeso de gran importancia
para el orden existente. Cuanto mayores sean la indigencia y la deshumanización
de los pobres del mundo y de los de la calle de al lado, y cuanta más se las
muestre, tanto mejor desempeñarán en un drama que ellos no escribieron y en el
que no se postularon como actores.
En
otras épocas, la gente era inducida a soportar con docilidad su destino
mediante imágenes, vívidamente pintadas, del infierno, siempre presto a
tragarse a cualquier culpable de rebeldía. Como todas las cosas sobrenaturales
y eternas, el inframundo dedicado a conseguir un efecto similar ha sido traído
a la tierra, firmemente situado de los confines de la vida terrenal y
presentado de manera de permitir un consumo instantáno. Los pobres son EL OTRO
de los asustados consumidores... el Otro que, por una vez, es verdadera y
plenamente el infierno. En un aspecto vital, los pobres son aquellos que el
resto querría ser (aunque no se atreven): seres libres de la incertidumbre.
Pero la incertidumbre que les toca viene bajo la forma de enfermedades,
crímenes y calles infectadas por la droga (eso si les toca vivir en Washington
DC), o de una lenta muerte por desnutrición (si viven en Sudán). La lección que
aprendemos de los pobres es que la certidumbre debe ser más temida que la
destetada incertidumbre, y que el castigo por rebelarse al sufrimiento provocado
por la incertidumbre cotidiana es inmediato y despiadado.
La
imagen de los pobres mantiene a raya a los no pobres y, de ese modo, perpetúa
su vida de incertidumbre. Los insta a tolerar con resignación esa incesante
“flexibilización” del mundo. La visión de los pobres encarcela la imaginación
de los no pobres y les ata las manos. No se atreven a imaginar un mundo
diferente; tienen buen cuidado de no hacer ningún intento de cambiar el que
existe. Mientras esta situación se mantenga hay poquísimas —por no decir
ninguna— posibilidad de que exista una sociedad autónoma, auto constituida, de
la república y de los ciudadanos.
Esta
es una buena razón para que la economía política de la incertidumbre incluya,
en calidad de ingrediente indispensable, el “problema de los pobres”,
considerándolo alternativamente como tema de la ley y el orden o como objeto de
preocupación humanitaria... pero solamente en una de esas dos representaciones.
Cuando se emplea la primera representación, la condenación popular de los pobres
—como depravados más que como carenciados— se asemeja tanto como es posible a
quemar la efigie del miedo popular. Cuando se usa la segunda representación, la
ira contra la crueldad y contra la indiferencia de los azares del destino puede
canalizarse a través de inocuos carnavales de caridad, y la vergüenza que
produce la pasividad se evapora en breves explosiones de solidaridad humana.
Día
a día, sin embargo, los pobres del mundo y del país hacen su silencioso
trabajo, socavando la confianza y la resolución de todos aquellos que tienen
empleo y un ingreso regular. El vínculo entre la pobreza de los pobres y la
rendición de los no pobres no tiene nada de irracional. El hecho de ver a los
indigente y destituidos es, para todos los seres coherentes y sensibles, un
oportuno recordatorio de que incluso la vida más próspera es insegura y
de que el éxito de hoy no impide la caída de mañana. Existe una sensación, bien
fundada, de que el mundo está cada vez más superpoblado; de que la única opción
que tienen los gobiernos de los países es, en el mejor de los casos, la de
optar entre una pobreza generalizada con alto nivel de desempleo —como ocurre
en la mayoría de los países europeos— y una pobreza generalizada con un poco
menos de desempleo, como en los Estados Unidos. Las investigaciones académicas
confirman esa sensación: cada vez hay menos trabajo pago. Y esta vez, el
desempleo parece más siniestro que nunca. No parece producto de una “depresión
económica” cíclica, una temporaria condensación de la miseria que será disipada
por el siguiente boom económica.
Tal
como argumentaba Jean Poul Marèchal, durante la época de “intensa
industrialización”, la necesidad de construir una enorme infraestructura
industrial y de conseguir grandes maquinarias justificó la creación regular de
más empleos de los que desaparecerían como consecuencia de la aniquilación de
las artes y oficios tradicionales; pero evidentemente ya no ocurre lo mismo.
Hasta la década de 1970, todavía seguía existiendo una relación positiva entre
el aumento de la productividad y las dimensiones del empleo; desde entonces, la
relación se hace más negativa cada año. Por lo que parece, se cruzó un
importante umbral en el transcurso de los años 70 y se dejó atrás una continua
línea de desarrollo que persistió durante por lo menos un siglo. Según
investigaciones comparadas realizadas por Olivier Marchans, en Francia el
volumen de trabajo disponible en 1991 era tan sólo el 57 por ciento del que se
ofrecía en 1891: 34.100 millones de horas en lugar de 60.000 millones. Durante
ese período, el PBI se multiplicó por 10 y la productividad horaria se
multiplicó por 18, mientras que el número total de personas empleadas creció,
en 100 años, de 19 millones de personas a alrededor de 22 millones. Se han
registrado tendencias semejantes en todos los países que iniciaron el proceso
de industrialización en el siglo XIX. Las cifras justifican que hay razones
para sentirse inseguro incluso en el empleo más estable y regular.
La
reducción del volumen de empleo no es, sin embargo, la única razón de
inseguridad. Los empleos que aún pueden conseguirse ya no están resguardados
contra los impredecibles azares del futuro; podríamos decir que el trabajo es,
en la actualidad, un ensayo diario para la prescindibilidad. La “economía
política de la inseguridad” se ocupó de que las defensas ortodoxas fueran
desmanteladas y de que a las tropas que las mantenían fueran desbandadas. El
trabajo se ha vuelto “flexible”, algo que, dicho con claridad, significa que
ahora los empleadores pueden despedir a los empleados a voluntad y sin
compasión, y que la acción solidaria —y eficaz— de los sindicatos en defensa de
los despedidos es cada vez más una fantasía. “Flexibilidad” también significa
la negación de la seguridad: casi todos los trabajos disponibles son de tiempo
parcial o por un tiempo fijo, casi todos los contratos son “renovables” con
suficiente frecuencia como para impedir que cobre fuerza el derecho a una
relativa estabilidad. “Flexibilidad” también significa que la antigua
estrategia vital de invertir tiempo y esfuerzo para lograr capacitación
especializada, con la esperanza de lograr una remuneración constante, tiene
cada vez menos sentido; por lo tanto, ha desaparecido la opción que antes era
más racional para las personas que anhelaban una vida segura.
La
subsistencia —esa roca en la que deben descansar todos los proyectos y todas
las aspiraciones vitales para ser factibles, para tener sentido y para
justificar la energía que requiere su creación (o, al menos, el intento
de concretarlos)— se ha vuelto frágil, errática y poco confiable. Lo que los
partidarios de los programas de “bienestar para trabajar” no toman en cuenta es
que la función de la subsistencia no es tan sólo proporcionar un medio de
manutención día a día para empleados, y dependientes, sino algo de igual
importancia: ofrecer una seguridad existencia sin la que no se puede conseguir
la libertad ni la autoafirmarción y que es el punto de partida de toda autonomía.
En su forma actual, el trabajo no puede ofrecer esa seguridad aun cuando
consiga cubrir los costos de seguir con vida. El camino del bienestar para trabajar
conduce de la seguridad a la inseguridad, o de menos inseguridad a una
inseguridad mayor. Ese camino que incita a la mayor cantidad de gente a
seguirlo, hace un eco adecuado a los principios de la economía política de la
inseguridad.
Repitámoslo
una vez más: la inestabilidad endémica de la vida abrumadora en la mayoría de hombres y mujeres contemporáneos es
la causa última de la actual crisis de la república... y, por lo tanto, de la
desaparición y el angostamiento de la “sociedad buena” como propósito y motivo
de la acción colectiva en general y de la resistencia contra la progresiva
erosión del espacio privado-público, el único del que pueden surgir y florecer
la solidaridad humana y el reconocimiento de las causas comunes. La inseguridad
engendra más inseguridad; la inseguridad se auto perpetua. Tiende a atar un
nudo gordiano imposible de desatar, que sólo puede ser cortado.
El
problema es encontrar el lugar donde el cuchillo de la acción política pueda
aplicarse con mayor efecto. Tal vez haya que concebir un coraje y una
imaginación iguales a los de Alejandro Magno.
En busca de la política, Zygmunt Bauman. Fondo de Cultura Económica. México.
2002.
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